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Reinventarse o resignarse, el destino de la televisión chilena
¿Puede la industria de medios despertar de su letargo y recuperar su relevancia?

Un incendio devastador.
La muerte de un exmandatario.
Dos hechos en siete días que dejaron en evidencia las profundas vulnerabilidades de la industria mediática en Chile. En 2024, los otrora titanes televisivos de los noventa se ven dando manotazos de ahogado en las turbulentas aguas digitales, con su valor en el mercado reducido a una fracción de lo que fue hace una década.
Desesperados buscando números azules, las tandas comerciales de algunos canales han dado espacio a infomerciales, intentando mantener a flote su economía. Todo mientras aún no son capaces de descifrar el enigma de las nuevas audiencias que se distancian cada vez más de la pantalla chica tradicional — no la de sus smartphones.
Esa desconexión se ha cristalizado en este término que me encanta odiar, la "matinalización" de la programación televisiva chilena, el que describe la predominancia de la opinión sobre la información sin importar si se trata de noticias, entretenimiento o cualquier otro formato, hasta el Festival de Viña, inclusive.
Una dinámica que ha llevado a editores y directores de programación a priorizar el comentario personal y la reacción visceral por encima del rigor informativo, adaptando los contenidos en vivo a las fluctuaciones de la opinión pública y las redes sociales más que a los hechos.
La resonancia emocional se ha convertido en el barómetro de la sintonía televisiva, transformando a presentadores y periodistas — independiente del bagaje – en figuras mediáticas que asumen roles de liderazgo moral; se erigen como portavoces de una justicia social que a menudo se confunde con el populismo, ofreciendo respuestas simplistas a cuestiones complejas que sí, resuenan en el momento (y en la sintonía) pero que obedecen más a las exigencias del momento. Esta práctica ha llevado a que la televisión en vivo se convierta en una arena, donde el carisma se alimenta del fervor por soluciones inmediatas, a menudo al servicio de la agenda de quienes detentan el control de los medios en Chile.
¿Es esta la forma en la que se resignó a competir la empobrecida industria de medios tradicionales local, otrora la única proveedora de narrativa y agenda pública, para atraer a una audiencia cuya atención hoy se diluye en diversas plataformas que les ofrecen microdosis de contenido diseñado para propiciar la búsqueda del siguiente rush de dopamina?
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Mi sensación es que existe aún en los pasillos de la televisión local, acaso el medio masivo más valorado por la audiencia chilena, una visión ingenua y obsoleta, un eco de las décadas de gloria de los ochenta y noventa, cuando la influencia de CNN, MTV y Disney era lejana y sus contenidos solo alcanzaban a unos pocos hogares del sector oriente de Santiago.
En 2024, estos mismos conglomerados — tras deshacerse de la propiedad de actores pesados como Mega y Chilevisión – están en la vanguardia de la unificación de la oferta mediática global, luchando por adaptarse a una era donde lo viral y el contenido fragmentado dictan la pauta. Una nueva realidad cultural, que valora la economía de la atención por sobre el entretenimiento de calidad, e incluso la veracidad a la hora de informar.

Ante este panorama, ¿cómo puede la televisión chilena despertar de su letargo y convertirse en una plataforma mediática que resuene con la modernidad, conecte con nuevas generaciones y ofrezca contenido valioso que asegure su sostenibilidad financiera?
Por un lado, la solución no parece estar en la creación de plataformas de streaming locales, como quedó demostrado en la fallida experiencia de Mega Go y su implosión al intentar transmitir un partido de Universidad de Chile, equipo de fútbol propiedad del controlador del canal de Vicuña Mackenna.
Una estrategia prometedora podría consistir en reforzar la programación lineal y la producción local, mientras se potencia la habilidad de incitar diálogos sociales de peso complementados por bajadas tácticas digitales; ejemplos como la teleserie de Mega que se emitirá conjuntamente en televisión abierta y en Netflix, o Cromosoma 21, que ganó el aprecio internacional un año después de ser mal programada por Canal 13, son destellos de optimismo.
La clave también radica en renovar identidades de marca, construir vínculos más profundos con la audiencia y desarrollar contenidos innovadores que fomenten una interacción genuina; esto implica contar con equipos que comprendan el significado y el impacto del valor de la propiedad intelectual, la lealtad de las audiencias, que piensen y consuman digitalmente, y que valoren el desarrollo de un negocio sostenible en ingresos e inversión en I+D que vaya de la mano con la pertinencia cultural. Y sí, esto también implica tomar decisiones difíciles, como la renovación del talento que está al frente como detrás de cámara, desplazando a ejecutivos y mandos medios que alguna vez fueron emblemas de la industria.
La televisión chilena enfrenta una bifurcación crítica: puede elegir seguir envejeciendo junto con su audiencia actual o atreverse a reinventarse para mantener su relevancia en un entorno mediático que cambia a velocidad vertiginosa. Un futuro digital, alineado con el estilo de vida y pensamiento de la sociedad chilena contemporánea, que valore la calidad de su oferta programática y fortalezca el lazo con audiencias dispersas en diversas plataformas, podría ser la clave para que la nueva y la vieja televisión chilena coexistan y llegue por fin el momento YouTube de los medios nacionales.
Sólo espero que no tengan que pasar 20 años para que ocurra.