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Si nadie ve tu historia... ¿Realmente estuviste ahí?

¿Por qué necesitas probarle a "tu audiencia" que sí estás viviendo cada momento?

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Las paredes del Museo Arqueológico Nacional de Nápoles guardan frescos y pavimentos que sobrevivieron a la fuerza del Vesubio hace dos milenios: lo sé porque estuve ahí. Con los vestigios de Pompeya frente a mi, y rodeado de turistas, noté algo paradójico: mientras más dispositivos había para capturar el momento, menos personas realmente miraban la colección del museo. Las selfies se multiplicaban entre los asistentes, y hasta yo me descubrí fotografiando compulsivamente cada detalle, como si documentar fuera más importante que descubrir y aprender de ellos.

Hace poco, una escena parecida se me repitió durante el concierto de Air por los 25 años de Moon Safari. Mientras La femme d'argent inundaba el espacio con sus sintetizadores etéreos alineados a la cuidadosa propuesta visual de los franceses, decenas de pantallas brillaban en la oscuridad como luciérnagas digitales. También yo caí en la trampa: grabé varios fragmentos como prueba de mi presencia, solo para darme cuenta de que cada segundo mirando la pantalla era un segundo robado a la experiencia real.

Quizás esta obsesión desmedida por documentarlo todo sea — como sugería Zygmunt Bauman - un síntoma de esta modernidad líquida en la que vivimos, donde intentamos cristalizar lo impermanente en píxeles. Las fotos y videos que viven en nuestro teléfono ni siquiera son para nosotros: son ofrendas digitales que entregamos al altar de las redes sociales, esperando la validación de un "me gusta" o un comentario de quienes creemos son “nuestros seguidores”.

Personalmente, no creo que esté mal vivir así para quienes decidan voluntariamente decantar su existencia a la validación de la mirada ajena. Desde la aparición de las Stories en Instagram, parece que ya no basta con asistir a un concierto o pasar una tarde rodeado de obras maestras: necesitamos la evidencia digital de nuestra presencia, como si el momento no existiera sin una validación pública.

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Esta dinámica me recuerda a lo que describe Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio: nos hemos convertido en voluntarios de nuestra propia explotación digital, influencers permanentes de un público invisible, convirtiendo las experiencias más íntimas en mercancía para el consumo social. Todo momento de nuestra vida deja de ser un fin en sí mismo para convertirse en un eslabón más en la narrativa (digital) que construimos sobre nosotros mismos.

Resulta irónico que, mientras seguimos atrapados en la hiperdigitalización, una nueva generación está redescubriendo el valor de sus primeros síntomas. Los centennials — nacidos en los albores de la digitalización - ahora buscan cámaras que toman fotos que no pueden compartirse instantáneamente y que no corrigen con imagen computacional la realidad, y compran iPods que realmente no saben cuál será la siguiente canción en una playlist que deben armar ellos mismos sin la curatoría de un algoritmo.

Quizás, la generación Z está entendiendo algo que subyace a la música, la fotografía y el arte: en un mundo donde las experiencias son meros souvenirs para los demás, la verdadera revolución está en volver a lo tangible, a lo imperfecto, a lo que no necesita likes para existir. La autenticidad, al final, no se mide en followers ni es una métrica de engagement, sino son esos momentos que realmente nos hacen sentir nuestro lugar en el mundo.

Al salir del museo, bajo la intensa lluvia del otoño napolitano, guardé el teléfono como quien guarda un arma. En las últimas canciones de Air, dejé que la música me atravesara sin filtros. Lo sentí como un pequeño acto de rebeldía: elegir estar presente en un mundo obsesionado con generar contenido para los demás.